viernes, 8 de abril de 2011

La Conquista de América el problema del otro Cap III - Todorov-

ADVERTENCIA: ESTE ES SÓLO UN RESUMEN
Cap III Amar

Cortés entiende relativamente bien el mundo azteca que se descubre ante sus ojos, ciertamente mejor de lo que Moctezuma entiende las realidades españolas. Y sin embargo esta comprensión suya no impide que los conquistadores destruyan la civilización y la sociedad mexicanas; muy por el contrario, uno tiene la impresión de que justamente gracias a ella se hace posible la destrucción. Hay ahí un encadenamiento aterrador, en el que comprender lleva a tomar y tomar a destruir, encadenamiento cuyo carácter ineludible se antoja cuestionar: ¿No debería la comprensión correr pareja con la simpatía? Y más aún, el deseo de tomar, de enriquecerse a expensas de otro,¿no debería llevar a querer preservar al otro, fuente potencial de riquezas?
No sólo los españoles comprendían bastante bien a los aztecas, sino que además, los admiraban y sin embargo, los aniquilaron: ¿por qué? [Pero] las frases admirativas de Cortés (…) siempre se refieren a objetos: la arquitectura de las casas, las mercancías, las telas, las joyas; (…) sin que ello roce siquiera la idea de compartir la vida de los artesanos que producen esos objetos (…) pero no reconoce a sus autores como individualidades humanas.
(…) Los indios ocupan en el pensamiento de Cortés una posición intermedia: son efectivamente sujetos, pero sujetos reducidos al papel de productores de objetos, de artesanos, de juglares; con una admiración que, en vez de borrar la distancia existente entre ellos y él, más bien la marca.
En el mejor de los casos, los autores españoles hablan bien de los indios; pero, salvo en casos excepcionales, nunca hablan a los indios. Ahora bien, sólo cuando hablo con el otro le reconozco una calidad de sujeto, comparable con el sujeto que yo soy. Si el comprender no va acompañado de un reconocimiento pleno del otro como sujeto, entonces esa comprensión corre el riesgo de ser utilizada para fines de explotación, de “tomar”; el saber quedará subordinado al poder.
Por ello no se tomaron en serio los “millones”  de Las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias cuando se trata de especificar el número de indios desaparecidos. Si alguna vez se ha aplicado a un caso la palabra genocidio es a éste, hablamos de una disminución de la población estimada en 70 millones de seres humanos. Los conquistadores-colonizadores no tienen tiempo que perder, deben hacerse ricos de inmediato; por consiguiente, imponen un ritmo de trabajo insoportable, sin ningún cuidado de preservar la salud, y por tanto la vida de los obreros.
Los indios eran especialmente vulnerables a las enfermedades porque estaban agotados por el trabajo y ya no tenían amor por la vida; “la culpa es de la congoja y la fatiga de su espíritu, que nace de verse quitar la libertad que Dios les dio, porque realmente los tratan muy peor que si fueran esclavos”, decía el mestizo Juan bautista Pomar en su Relación de Texcoco (1582) donde reflexionaba sobre las causas de la despoblación.
¿Cuáles son las motivaciones inmediatas que llevan a los españoles a adoptar esta actitud? Una es el deseo de volverse muy rico y con rapidez, lo cual implica que descuide el bienestar, incluso la vida del otro. Pero todo ocurre como si los españoles encontraran un placer intrínseco en la crueldad, en el hecho de ejercer su poder sobre el otro, en la demostración de su capacidad de dar muerte.
Cabría hablar aquí de sociedades con sacrificio y sociedades con matanza. El sacrificio es un homicidio religioso, en nombre de la ideología oficial, ejecutado en la plaza a ciencia y paciencia de todos. La identidad del sacrificado se determina por reglas estrictas. El sacrificado es ni semejante ni totalmente diferente, sus cualidades se aprecian más que las de un hombre cualquiera, generalmente es un valeroso guerrero. Éste se efectúa en público y muestra la fuerza del tejido social, su peso en el ser individual.
La matanza, en cambio, revela la debilidad del mismo tejido social, la forma en que han caído en desuso los principios morales que solían asegurar la cohesión del grupo. Se realiza en preferencia lejos y mientras más lejanas y extrañas sean sus víctimas mejor será: se las extermina sin remordimientos, la identidad individual de la víctima de la matanza no es pertinente. Las matanzas nunca se reivindican, se las guarda en secreto y se las niega.
(pág 179) Sin embargo, el comportamiento de los españoles está condicionado por la idea que tienen de los indios, idea según la cual éstos son inferiores; en otras palabras están a la mitad de camino entre los hombres y los animales. Sin esta precisa existencial la destrucción no hubiera sido posible. Sabemos que los españoles dejaban muy a propósito de recurrir a intérpretes. Sin lengua y sin entender estaban sin libertad de responder a las reglas que se les leía y presos de las penas que implicaban su incumplimiento.
Se duda de su entendimiento, de su igualdad de derechos. Pero incluso si se admite que se deba imponer el bien al otro ¿quién decide, una vez más, qué es barbarie, qué es salvajismo y qué es civilización? Sólo una de las dos partes que se enfrentan, entre las cuales ya no subsiste igualdad ni reciprocidad. La doctrina de la desigualdad se expresa también en las cartas, los informes o las crónicas de la época; todas ellas tienden a presentar a los indios como imperfectamente humanos.
El debate entre los partidarios de la igualdad o de la desigualdad de indios y españoles llega a su apogeo y al mismo tiempo encuentra su una encarnación concreta en el enfrentamiento entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. Sepúlveda basa su teoría de la desigualdad en Aristóteles, según la cual aquellos hombres que difieren  tanto de los demás como el cuerpo del alma y la bestia del hombre son por naturaleza esclavos. Él cree que el estado natural de la sociedad humana es la jerarquía, no la igualdad, está fundada en un principio único: el imperio y dominio de la perfección sobre la imperfección, de la fortaleza sobre la debilidad, de la virtud excelsa sobre el vicio. Sepúlveda reúne toda diferencia en la simple oposición entre bueno y malo.
Es revelador encontrar que los indios se equiparan a las mujeres, lo cual prueba el paso fácil del otro interior al otro exterior (puesto que el que habla siempre es un varón español). Ante todo, el otro es nuestro propio cuerpo; de ahí la equiparación de los indios y las mujeres con los animales, con aquellos que, aunque animados, no tienen alma.
La guerra a los indios se justifica porque: se considera que los indios por su naturaleza deben obedecer y si rechazan la obediencia no queda otra que el uso de las armas; porque comer carne humana y el culto a los demonios despierta la ira de Dios; porque se debe preservar a los que cada año mueren en rituales de sacrificio y porque la guerra contra los infieles abre el camino a la propagación de la religión cristiana y facilita la tarea de los misioneros.
(pág. 193) Todas estos aspectos implican que no se le reconozca al otro su estatuto de humano, semejante a uno y diferente a la vez. La piedra de toque de la alteridad no es el presente y próximo, sino el él ausente o lejano. El intercambio oral, la falta de dinero y de vestido, al igual que la falta de bestias de carga, implican un predominio de la presencia sobre la ausencia, de lo inmediato frente a lo mediatiazado. En este punto preciso es donde podemos ver cómo se cruzan el tema de la percepción del otro y el de la conducta simbólica (o semiótica). Lo semiótico  no puede ser pensado fuera de la relación con el otro; el lenguaje sólo existe por el otro, no sólo porque se dirige a alguien sino porque evoca a un tercero ausente.
(pág 195) Hay una “tecnología” del simbolismo, tan susceptible de evolución como la tecnología de los instrumentos y dentro de esta perspectiva los españoles estaban más “avanzados” que los aztecas (o, generalizando: las sociedades con escritura son más avanzadas que las sociedades sin escritura), aún si solo se trata de una diferencia de grado.
Por su parte, la concepción igualitarista de De las Casas está surgida de la enseñanza de Cristo. No es que el Cristianismo ignore las oposiciones o las desigualdades; pero la oposición fundamental en este caso es la que existe entre creyente y no creyente. Cualquiera puede volverse cristiano, las diferencias no corresponden a diferencias de naturaleza.
Las Casas no es el único defensor de los derechos de los indios, la reina Isabel hizo lo propio junto con una bula del papa Paulo III. Pero Las Casas le da una expresión más general, postulando así la igualdad en la base de toda política humana: afirma que las leyes y reglas naturales, así como los derechos de los hombres son comunes a todas las naciones, cristiana o gentil. Se trata de una igualdad entre nosotros y los otros, españoles e indios, supera la igualdad abstracta en peticiones concretas.
Pero ¿quién decide sobre qué es natural en materia de leyes y derechos? ¿No será precisamente la religión cristiana? La identidad biológica lleva una suerte de identidad cultural frente a la religión: todos son llamados por el Dios de los cristianos, y es un cristiano el que decide cuál es el sentido de la palabra “salvación”.
Observaciones empíricas afirmaban que los indios ya estaban provistos de rasgos cristianos (“no hay en el mundo gentes tan mansas ni de menos resistencia ni más hábiles e aperejados para rescebir el yugo de Cristo como éstas”). Los indios están dotados de virtudes cristianas, son obedientes y pacíficos, una mirada similar a la que Colón sostenía en un principio con “el buen salvaje”. Estas cualidades Las Casas asume que las encuentra en poblaciones y en momentos diferentes; que aunque sus ritos y costumbres difieran son personas humildes, liberales, domésticas, pacientísimas; que todas procedieron de Adán y además son dispuestas a ser atraídas al conocimiento de su creador.
Es impresionante ver como Las Casas se ve llevado a describir a los indios en términos completamente negativos o privativos: son personas sin defectos, no esto, no lo otro. Una de las primeras impresiones de Las Casas es que si esta gente es indiferente a la riqueza, es porque tiene moral cristiana. El prejuicio de igualdad es un obstáculo en el conocimiento, todavía mayor, que el de superioridad; pues consiste en identificar pura y simplemente al otro con el propio “ideal del yo” (o con el propio yo).
(Pág. 206) ¿Puede uno querer realmente a alguien si ignora su identidad, si ve en lugar de esa identidad, una proyección de sí o de su ideal? Sabemos que es posible, e incluso frecuente en las relaciones entre personas, pero ¿qué pasa en el encuentro entre culturas? ¿No corre uno el riesgo de querer transformar al otro en nombre de sí mismo, y por lo tanto, de someterlo? ¿De qué vale entonces ese amor?
Las Casas rechaza la violencia pero para él solo hay una “verdadera” religión: la suya. Y esa verdad no es solamente personal, sino universal; es válida para todos, y por eso no renuncia al proyecto evangelizador en sí. No quiere que cese la anexión de los indios, quiere que la hagan religiosos en vez de soldados. Su sueño es un estado teocrático, donde el poder espiritual supere al temporal (lo cual es una cierta forma de volver a la Edad Media).
(Pág. 210) La sumisión y la colonización se deben mantener, pero hay que llevarlas de otra manera; no sólo ganarán con ello los indios (la no ser torturados y exterminados), sino también el rey y España. Al pedir de Las Casas y otros defensores una actitud más humana respecto a los indios, hacen lo único posible y verdaderamente útil. El odio inextinguible que le dedicaron todos los adversarios de los indios, todos los fieles de la superioridad de los blancos, es indicio suficiente de ello.
Dejó un cuadro imborrable de la destrucción de los indios, y cada una de las líneas que le han sido dedicadas desde entonces –incluyendo éstas- le debe algo. Nadie supo como él, con la misma abnegación, dedicar una inmensa energía y medio siglo de su vida a mejorar la suerte de los otros. Su ideología colonialista no mengua en nada la grandeza del personaje, sino al contrario.
(Pág 213) Al leer el texto de las Ordenanzas vemos la influencia de su discurso y también el de Hernán Cortés: lo que hay que desterrar no son las conquistas, sino la palabra “conquista”; la “pacificación” no es sino otra palabra para designar lo mismo. Ya no se puede contar automáticamente con la devoción de los españoles; entonces, ahí también habrá que reglamentar el parecer: no se les pide que sean buenos cristianos, sino que lo parezcan.
Hay otra lección de Cortés que no se olvida: antes de dominar hay que informarse. Una nueva trinidad pone en segundo plano a la del conquistador-soldado: está formada por el estudioso, el religioso y el comerciante (todos se ayudan entre sí y juntos, ayudan a España).
(Pág. 214) Las Casas y los defensores de los indios no son hostiles a la expansión española pero prefieren una forma frente a la otra, están en la ideología colonialista, contra la esclavista. El esclavismo reduce al otro al nivel de objeto (se manifiesta en los casos en que son tratados como menos que hombres: se usan sus carnes para alimentar a los demás indios o a los perros; los matan para extraerles la grasa, que supuestamente cura las heridas de los españoles; les cortan las extremidades, narices, manos, senos, lengua, sexo y los transforman en muñones informes, como se cortan los árboles).
Pero esta forma de utilizar a los hombres no es la más redituable. Si, en ves de tomar al otro como objeto, se le considerara como un sujeto capaz de producir objetos que uno poseerá, se añadiría un eslabón a la cadena –un sujeto intermedio- y al mismo tiempo, se multiplicaría al infinito el número de objetos poseídos. De esta llegan dos preocupaciones: mantener a este sujeto intermedio en ese papel de sujeto-productor-de-objetos  e impedir que llegue a ser como nosotros; y además, proporcionar al sujeto de cuidados e instrucción. Por ende la salud del cuerpo y del alma estarán al cuidado de especialistas laicos: el médico y el profesor.
La eficacia del colonialismo es superior a la del esclavismo; eso es por lo menos, lo que podemos comprobar hoy en día. Y Las Casas y Cortés no son tan opuestos como parecen, ambos pertenecen a la ideología colonialista; el primero ama a los indios pero no los conoce; Cortés los conoce a su manera, incluso si no les tiene un “amor” particular; su actitud frente a la esclavitud de los indios, ilustra bien su posición. A pesar de ello, desconocemos los sentimientos de los indios hacia Las Casas. Cortés, en cambio, es tan popular que los representantes del emperador de España, saben que los indios se sublevarían con una palabra de Cortés.
(Pág. 217) Los adelantos técnicos, simbólicos y culturales traídos por los españoles ¿siempre forman parte del colonialismo? ¿Es nefasta toda influencia, por el hecho mismo de su exterioridad? Se ve entonces que si el colonialismo se opone por una parte al esclavismo, se opone al mismo tiempo a otra forma, positiva o neutra, de contacto con el otro, a la que llamaré simplemente comunicación. A la tríada comprender/ tomar/ destruir corresponde otra, en el orden inverso: esclavismo/ colonialismo/ comunicación.
(Pág. 218) Por ejemplo: los cristianos se indignan por los casos de canibalismo; la introducción del cristianismo lleva a suprimirlos. Pero para lograrlo, ¡hay hombres a los que queman vivos! Toda la paradoja de la pena de muerte está ahí: mata para impedir que se mate. Paradoja de la colonización, aunque se realice en nombre de los valores que se creen superiores.
La cristianización es condenable, al igual que la exportación de cualquier ideología o técnica, desde el momento en que es impuesta, ya sea por las armas o por otra manera. Imponer la propia voluntad sobre el otro implica que no se le reconoce la misma humanidad que a uno, lo cual es precisamente un rasgo de civilización inferior. Nadie le preguntó a los indios si querían la rueda o los telares, o las fraguas; fueron obligados a aceptarlos; ahí reside la violencia y no depende de la utilidad que puedan, o no, obtener de esos objetos.
Sabemos que la violencia puede adoptar formas que en la realidad no son más sutiles, sino menos evidentes. Una cosa no es impuesta cuando se tiene la posibilidad de elegir otra y de saberlo. La relación entre saber y poder; que pudimos observar en ocasión de la conquista, no es contingente, sino constitutiva. Una buena información es el mejor medio de establecer el poder: lo hemos visto con Cortés y las ordenanzas reales. Pero por otro lado, el derecho a la información es inalienable y no hay legitimidad del poder si  no se respeta ese derecho. Aquellos que no se ocupan de saber, igual que los que se abstienen de informar, son culpables ante su sociedad, dicho en términos positivos  la función de información es una función social esencial.
La comunicación no violenta existe y se la puede defender como un valor. Es lo que podría permitirnos actuar de modo tal que la tríada esclavismo/ colonialismo/ comunicación no sólo sea un instrumento de análisis conceptual, sino que también resulte que corresponde a una sucesión en el tiempo.

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