viernes, 8 de abril de 2011

Primer día de clases

El miedo me subía de los pies a la cabeza: el patio enorme, con el damero en azul y amarillo; decenas de niñas todas vestidas iguales; miles de recovecos desconocidos; olores nuevos. Mi mamá me llevaba de la mano con su panza de ocho meses y yo con mis infantiles angustias tratando de sujetarla, de retenerla. Mi abuela materna nos acompañaba, dando seguridad a las dos.
Sonó el primer timbre de aquel primer día y me negué a formar. Nos quedamos las tres firmes bajo la galería que conservaba cierto aire fresco a pesar del caluroso verano de 1984; mientras la escuela entera se organizaba ante nuestros ojos.
Aquellos personajes difusos, con la señal sonora se agruparon al instante en los lugares asignados, maestras de impecable guardapolvo blanco, orgullosas frente al grado. Cada alumno en su baldosa, con otras dos de distancia entre el niño que seguía.
 Pero lo perturbador, lo que más me asustaba, eran esas mujeres de túnica negra desde el cuello hasta los tobillos, con un velo que les cubría el pelo. ¿Cuántos años tendrían? ¿Por qué mangas largas y de medias de lana en verano? ¿Eran peladas? ¿Estaban enojadas?
Después de aquella primera pequeña rebeldía de obviar la formación inicial se acercó una de ellas, la hermana Beatriz. A cada uno de sus pasos yo respondía con un firme apretón a la mano de mi mamá. Recuerdo el sudor, el temblor, la fuerza de mis pequeños cinco años y nueve meses debatiéndose entre salir corriendo o esperar lo inevitable. Pero la mujer desplegó su sonrisa y una de esas miradas que inspiran confianza a la altura de mis ojos, me habló con voz suave. ¿Querés conocer a tus compañeros y a tu nueva señorita? preguntó, a decir verdad no, no quería. Dentro mío planeaba volver a mi casa, con mi mamá, vigilar que esa beba que estaba en su panza no viniera a quitarme nada y dejar la escuela para un mejor momento.
Pero su mano extendida a mí se impuso y con los ojos cerrados, mientras algunas lágrimas se escapaban, caminé los primeros pasos. Se detuvo delante de la puerta del aula y se presentó así: Soy la hermana Beatriz, no tengas miedo. Acá vas a hacer amigos y a aprender mucho, dentro de un ratito volvés con tu mamá. Y me borró el llanto con su pañuelo. Así entré al aula… de la mano de Beatriz y con su predicción vuelta certeza en pocos días.
Mi primer día de clases quedó grabado porque fue el único que recuerdo como traumático. Fue la punta de un ovillo en el que se enredaron amigos, anécdotas y aprendizajes académicos y de los otros. Allí conocí docentes pasadores, dadores, prescriptores, instructores.
Recuerdo a mi segunda maestra, Mabel, “la suplente” de primer grado (por razones que no recuerdo en todos mis años de la primaria empezaba el ciclo con una docente y terminaba con otra). Ella con su voz dulce y paciencia infinita nos hacía cerrar los ojos para escuchar su relato. En palabras de Graciela Montes, ella fue una docente  “repartidora de ocasiones” para imaginar, para seguir siendo niños amando a la lectura.
En la secundaria se multiplicaron los profesores, también se cruzaron límites. Aquel temor a las sanciones se fue desvaneciendo y nos animamos a mucho más. Seguimos recordando en reuniones de ex-alumnos cientos de anécdotas. Aún me sonrío y me avergüenzo un poco. La vez que nos negábamos a hacer silencio en una clase de Catequesis y la hermana Cecilia sugirió que al que no le interesaba que se fuera y con el grupo “rebelde” decidimos aceptar la invitación y en sincronizada organización salimos de a una; dejando a la pobre monja de cara estupefacta con sólo cinco oyentes.
Fui del grupo conflictivo de aquella década del ’90, calificada por todos mis docentes como inteligente pero un poco vaga. Dos frases decoraron todos los informes previos a las calificaciones numéricas: “puede rendir más” y el fatídico “Conversador en clase. Debe aprender a escuchar”.
Creo que comprendí desde aquel primer día la dinámica para sobrevivir al sistema. Cumplir y retener conceptos básicos con los docentes autoritarios y/o irracionales; pero por otro lado, aprovechar al máximo, escuchar y aprender de aquellas autoridades democráticas que basaban su posición en el saber que habían acumulado y que disfrutaban en transmitir.
Comparto la mirada de la herencia que consiste en homenajear el pasado para reinterpretarlo respetando la singularidad del otro. Formé parte de una institución plagada de reglas, de tradiciones, de próceres y santos a quienes venerar. Sin embargo, el respeto y el diálogo tenían vida fuera de las letras de los códigos de convivencia. Primó siempre la reverencia por la persona, teniendo en cuenta su situación, sus circunstancias. Mi escuela, fue escuela, familia y hogar. Porque a pesar de todas las vivencias, o precisamente por ellas; he aprendido, me he prendido, para hacerme y deshacerme, sumando recuerdos y olvidos que construyeron a la mujer, a la madre y a la profesora que soy.

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